lunes, 6 de agosto de 2018

El sistema de pensiones es insostenible, pero no va a desaparecer


En los últimos tiempos se viene hablando con tanta frecuencia de la ruina del sistema de pensiones que en el subconsciente español ya ha calado el mensaje de que, en un futuro al que nadie quiere poner fecha, las pensiones desaparecerán.
En este breve artículo explicaré por qué las pensiones no desaparecerán, y cuál será la solución más probable que nuestra generación y las siguientes encuentren a su incierto porvenir económico.
Conviene aclarar de entrada que nuestro sistema de pensiones es de reparto y no de capitalización. Esto significa que nuestras cotizaciones se destinan a pagar las pensiones existentes en este momento, y que no se guardan para uno mismo. Así, cuando nuestra generación se jubile serán nuestros hijos y nuestros nietos los que paguen nuestras pensiones. Es lo que se denomina, la “solidaridad intergeneracional”.
La viabilidad de este sistema se fundamenta en varias premisas evidentes, entre ellas, (i) la existencia de una base suficiente de cotizantes, (ii) el crecimiento progresivo de los salarios y (iii) la invariabilidad de la esperanza de vida. A día de hoy, ninguno de estos principios se cumple: la tasa de ocupación es baja, los salarios no crecen y la población se obstina en vivir cada vez más años.
De ahí surgen los cálculos agoreros de los gurús que vaticinan la muerte irremediable del sistema de pensiones. Pero sus cálculos parten de una hipótesis errónea, a saber, que nada va a cambiar. Y lo cierto es que sí va a cambiar. A peor, pero va a cambiar.
Lo primero que cambiará es la edad de jubilación. El Banco de España ya ha lanzado varias señales, y yo estimo que en la década de los 20 la edad subirá a los 70 años y en la de los 30 ó 40 se situará en los 72. Parece poco, pero el impacto financiero será alto pues nos estamos quitando de un plumazo los primeros 3-5 años desde la jubilación, que son precisamente durante los que más gente cobra la pensión. En mi generación veremos cotizantes saliendo en cajas de su puesto de trabajo, algo no muy común hoy día.
Otras reformas legales maléficas pueden incluir cambios en las bases de cotización, tijeretazos puntuales en las pensiones aprovechando una crisis que pase por ahí, tributaciones creativas, etc.
Lo segundo que cambiará es el poder adquisitivo de la pensión. Esto ya lo expliqué en otro artículo en 2012 que se ha demostrado cierto en todos sus puntos. Lo que está ocurriendo es que la revaloración de las pensiones según el tramposo IPC no refleja el aumento real del coste de la vida, lo cual significa que si bien las pensiones serán cada año más altas en términos monetarios, su poder de compra será cada vez más bajo. La consecuencia lógica es que suponiendo que las bases imponibles aumentarán por el crecimiento lógico de la actividad, al gobierno le resultará más sencillo pagar unas pensiones que en veinte o treinta años tendrán un poder adquisitivo entre un 25% y un 40% más bajo.
Otro aspecto importante se producirá en unos años, cuando la generación endeudada en plena burbuja empiece a jubilarse con un inmueble en propiedad y escasos ahorros. Enfrentados a una pensión insuficiente, y salvo que el capital heredado les ofrezca mejor opción, la salida obvia será deshacer la “inversión” y vender la casa, liquidando un patrimonio ficticio que nunca llegaron a consolidar. Y digo “ficticio” porque sólo será auténticamente dueño de su casa aquél que, además de pagarla, sea capaz de ahorrar el capital suficiente para mantenerse durante los años que viva después de jubilarse. Esto es sentido común que muy pocos han aplicado en su decisión de comprar vivienda.
La venta del inmueble en propiedad tendrá un dramático efecto añadido para la generación siguiente, pues la perspectiva de mejorar su posición financiera con la herencia de los padres se reducirá notablemente. Ése será un problema inédito para la generación de nuestros hijos.
Prometía al principio que también ofrecería una salida a todos estos problemas. La solución que traigo no es original, puesto que ya la hemos visto aplicada en España por multitud de jubilados ingleses y alemanes. A saber, la venta del inmueble en el país de origen y la emigración a otro cuyo coste de vida sea más reducido. Efectivamente, si el jubilado madrileño, catalán o valenciano vende su casa y se muda a vivir a Marruecos o a Guatemala, podrá subsistir holgadamente con su pensión denominada en euros, de la misma manera que el inglés y el alemán lo hacen actualmente en la Costa del Sol. Lógicamente no es lo mismo disfrutar de la jubilación en Guatemala que en Fuengirola, y tampoco es igual la sanidad española que la de esos otros países. Es lo que hay, amigos. Esperemos que los países en vías de desarrollo puedan mejorar sus sistemas sanitarios por nuestro bien, porque allá vamos.  
En definitiva, cobraremos una pensión pero más tarde y con un poder adquisitivo muy mermado. Y aquellos de nosotros que no hayamos podido complementarla con el ahorro privado, nos veremos abocados o bien a la emigración o bien a protagonizar uno de esos reportajes que tanto gustan a Mediaset: “Hoy en Callejeros, cómo sobrevivir con 400 euros”.

lunes, 30 de enero de 2012

Los que cardan la lana

También en el mundo de la mafia puede aplicarse el dicho de que unos crían la fama y otros cardan la lana. En el mundo de los mafiosos arrepentidos estadounidenses que accedieron a testificar contra sus antiguos jefes de la cosa nostra hay dos nombres que sobresalen sobre el resto: Joe Valacchi (en la imagen) y Sammy Gravano. Ambos tuvieron una gran importancia en la lucha del gobierno americano contra la mafia, pero sin duda Valacchi es mucho más conocido que Gravano y, sin embargo, el testimonio de este último se demostró mucho más útil para conseguir condenas.

Joe Valacchi era un miembro raso (también llamado “soldado”) de la familia Genovese de Nueva York. Su jefe directo era un tal Tony Strollo. Valacchi ni era capo, ni consejero, ni jefe. Era un simple mafioso del montón. El caso es que en junio de 1962 el bueno de Joe estaba cumpliendo condena por tráfico de heroína (hay que ver, con 58 años y traficando… así son ellos). Por lo visto Joe estaba convencido de que la familia Genovese quería quitárselo de en medio por alguna razón que él desconocía, y un día vio acercarse hacia él por el pasillo de la cárcel a un tipo que confundió con un colega de la familia. Valacchi se convenció que ese hombre estaba allí para matarlo y optó por anticiparse. Usando una herramienta del taller de la cárcel golpeó al recluso y lo mató.

A las autoridades penitenciarias no les gustó la travesura de Joe. En primer lugar porque cometer un homicidio aunque sea dentro de una cárcel está feo. Y en segundo lugar porque la víctima ni era miembro de la mafia ni por supuesto estaba allí para matar a Valacchi. El abogado de Joe le dijo que se había pasado dos pueblos y que probablemente lo de la heroína sería un chupete de caramelo al lado de la condena a muerte que le iba a caer por aquello. ¿Qué hacer? La bombilla se encendió entonces sobre la cabeza de Joe: cantar.

“Omertá” es el término que se emplea en la mafia para designar la ley del silencio. Es una de las reglas fundamentales de la mafia. “Pase lo que pase, nunca hables de la familia, ni de sus negocios, ni de sus miembros”. En 1962 ningún mafioso había roto ese pacto para hablar de la mafia con la fiscalía. Joe Valacchi lo hizo en octubre de 1963 y se convirtió en el primer miembro de la cosa nostra en sacar a la luz cositas de los Genovese.

Valacchi se hizo famoso de la noche a la mañana. Salió en la tele, publicó sus memorias e incluso se hizo una película de Hollywood sobre él protagonizada por Charles Bronson. El nombre de Joe Valacchi había pasado para siempre a la historia de la mafia y sin embargo su testimonio no sirvió para meter en la cárcel a ni uno solo de sus amigos mafiosos.

Quien sí hizo pupa de la buena fue sub-jefe de la familia Gambino llamado Sammy “toro” Gravano, de quien ya hablamos en otro post. Gravano es menos conocido pero su testimonio fue mucho más importante que el de Valacchi.

viernes, 13 de enero de 2012

El rabo de la lagartija

Uno de los mayores problemas que tuvo siempre en los Estados Unidos la lucha contra el crimen organizado fue recopilar pruebas contra los jefes de las familias. Estos tipos estaban siempre al margen de los delitos concretos, no se manchaban las manos y se limitaban en la mayoría de los casos a recibir las “comisiones” que les pagaban sus subordinados en la organización.

¿Cómo llevar entonces a juicio a un jefe de una familia mafiosa? Pillarle in fraganti , como digo, era imposible. Algunos arrepentidos testificaron contra ellos, pero el problema era que tales individuos no es que tuviesen mucha credibilidad delante de un jurado.

Pongamos a nuestro amigo, el gángster de mi invención Jerry Napolitano, de New Jersey. Jerry acaba de ser detenido por tráfico de drogas en una redada, y al ser su tercera condena por el mismo delito se enfrente a la perpetua sin posibilidad de condicional. Su abogado de la mafia le dice que su futuro está más negro que el sobaco de Eto’o, pero que debe resistir como un machote. Lejos de esto, Jerry despide a su abogado y comunica al FBI que está dispuesto a testificar contra sus jefes de New Jersey a cambio de que alguien borre su nombre de la lista de acusados en la redada. El FBI acepta y, después de interrogarle, presenta el caso al fiscal del Estado. El jefe de la familia de New Jersey y otros cuatro mafiosos son llevados a juicio. Jerry sube al estrado y no deja títere con cabeza. 

El abogado de los mafiosos se levanta y toma la palabra.
- Sr. Napolitano, ¿ha sido usted detenido por la policía alguna vez?
- Sí – responde Jerry –, diecisiete veces.
- De esas diecisiete veces, ¿cuántas fue llevado a juicio?
- Las diecisiete.
- ¿A qué cargos se enfrentó? – pregunta el abogado.
- Bueno… tráfico de estupefacientes, agresiones, atraco, evasión de impuestos, tentativa de sobornos a jurados…
- ¿Perjurio?
- Sí, en dos ocasiones.
- ¿Ha sido declarado alguna vez inocente en algún juicio?
- No, nunca.
- He terminado, señoría.

Ante esta situación el FBI sabe que el testimonio de sus arrepentidos no llega lejos. Por tal razón, entre otras muchas, se promulgó en 1970 una ley llamada “RICO” (Racketeer Influenced and Corrupt Organizations), una ley federal para luchar contra las organizaciones creadas con el propósito de delinquir, esto es, la mafia.

Según la ley RICO un tipo podía ser acusado de pertenecer a una organización criminal si era acusado de dos delitos de una larga lista (que incluía asesinato, homicidio, robo, extorsión, apuestas ilegales, tráfico de drogas, blanqueo de dinero, falsificación de moneda, obstrucción a la justicia, usura, etc., etc.). La condición era que el primer delito se hubiese cometido en los 5 años anteriores al juicio, y el segundo como máximo 10 años antes del primero. Es decir, el FBI tenía 15 años para encontrar las pruebas para empapelar al mafioso. Además se excluía el tiempo que el tipo hubiese pasado en prisión.

Aunque la ley RICO estaba en vigor desde 1970, los fiscales no empezaron a usarla hasta pasada una década aproximadamente. La razón fue el desconocimiento y la poca confianza que tenían en ella. Jurídicamente es un poco fuerte acusar a alguien de pertenecer a la mafia por haber estado involucrado en dos delitos en un intervalo de 15 años. Sin embargo en los 80 los fiscales como Rudy Guiliani perdieron el medio y sepultaron en la cárcel a numerosos mafiosos.

La ley RICO junto con el programa de protección de testigos y las escuchas del FBI son los 3 elementos que pusieron de rodillas a la mafia a principios del siglo XXI. Con todo, no se ha podido erradicar del todo el problema, porque la mafia no es una cuadrilla de malosos. Puedes encarcelar al jefe y al lugarteniente, pero la cabeza de la familia es como el rabo de una lagartija: se regenera rápidamente y no faltan pretendientes para ocupar la vacante que un antiguo jefe ha dejado libre.


Para terminar esta entrada os dejo con Frank, en plena forma, cuando era uno de los capos de Las Vegas y cantando la que para mí es su mejor canción: "that's life". Otro día hablaré de Sinatra, que tiene tela marinera.


miércoles, 28 de diciembre de 2011

Lo que hay que tener

No todo el mundo valía para ser convertido en miembro de una familia de la cosa nostra en los Estados Unidos. Y no lo digo únicamente por esa inclinación natural hacia lo ilegal de la que (creo que) carecemos la mayor parte de los mortales. Hace unos años leí un libro muy interesante titulado "Los malos hacen lo que los buenos sueñan", escrito por un psicólogo criminalista llamado Robert Simon. En él el autor exploraba la delgada línea entre el pensamiento y el acto criminal, y la distinción que podía apreciarse a nivel psicológico entre las personas “buenas” y las “buenas” que con el tiempo que convertían en “malas”.

Pero no voy a entrar en cuestiones psicológicas aquí. La mafia no se pierde en elevados debates neuronales a la hora de aceptar miembros en sus familias. Las reglas son más simples.

En primer lugar es necesario que el candidato sea italiano o hijo de descendientes directos italianos. Esto puede apreciarse clarísimamente en los apellidos de los mafiosos. Tomemos las cinco familias de Nueva York: Gambino, Genovese, Colombo, Bonnano y Luchese no parecen apellidos del East Side, precisamente. Con el tiempo la necesidad de que el candidato fuese hijo de italianos se fue relajando, y más tarde se aceptaron candidatos con solo un padre italiano o nieto de italianos.

Otra regla importante es que el mafioso wanabee no tuviese relación con la policía. De ningún modo, ni familiar, ni amistad, ni contactos profesionales. Nada. La pasma aquí, no.

Ahora bien, lo más importante, lo único decisivo, lo que separaba el grano de la paja y servía como marchamo para ser admitido en la familia no tenía que ver con la sangre, el color de la piel, los contactos con la policía, la simpatía, la honorabilidad, ni demás zarandajas. Aquí lo que contaba era la capacidad del individuo para conseguir dinero (sin trabajar, trabajar no vale). Recordemos que la mafia existe para ganar dinero, de manera que los que estaban abajo en la familia fuesen pasado el porcentaje de rigor hacia arriba, hacia los jefes. Un buen candidato a mafioso era, por consiguiente, aquel que demostraba un talento especial salir victorioso en lucrativos negocios ilegales y repartir con los jefes sus ganancias.

Cuando el FBI empezó a tomarse en serio el crimen organizado a finales de los 50 y descubrió este tipo de cuestiones se preguntó algo que ha sido objeto de muchas películas: ¿el candidato a mafioso debía demostrar su valía cometiendo un asesinato con sus propias manos?

Unos cuantos mafiosos arrepentidos que hablaron con el FBI después de su detención como Michael Franzese,  Vincent “pescado” Cafaro y Bill Bonnano dijeron que nunca habían asesinado y que por supuesto no se les pidió eso para ser admitidos en las familias Colombo, Genovese y Bonnano, respectivamente.

Lógicamente cabe la posibilidad de que estos mafiosos que colaboraron con el FBI mintiesen para no inculparse en ningún delito. Sin embargo en su declaración ante el Senado estadounidense en 1988, el lugarteniente del jefe de la familia de Cleveland Angelo Lonardo (en la imagen) declaró que no era necesario que el candidato asesinase para ser aceptado en la familia. Bastaba con que se mostrase dispuesto a hacerlo. La declaración de Lonardo sí que es creíble, puesto que anteriormente el tipo ya se había declarado culpable de varios asesinatos, y no tenía razón para negar que cometer homicidios era un requisito previo para ser admitido como miembro.

Aquí hay un trailer de un documental sobre la mafia de Cleveland donde el propio Lonardo aparece hablando sobre su vida como mafioso (notad cómo justo a continuación de explicar cómo asesinó a un rival irlandés asegura que él era inocente después de todo).  




En definitiva. Lo que contaba era la capacidad para ganar pasta. Asesinar era un medio, no un fin en sí mismo. Supongo que ahora se entiende lo del famoso: “no es nada personal”.

martes, 20 de diciembre de 2011

Aunque sea en el retrete

Es fácil imaginar que para cualquier aspirante a mafioso, ser admitido oficialmente como miembro de una familia es el momento más importante de su vida. Hasta ese momento solo era un “asociado”, un colaborador al que aplican todas las obligaciones derivadas de la participación en los negocios de la cosa nostra, pero pocos privilegios. Uno de ellos es que el miembro de una familia es “intocable”. No se puede atentar contra él a menos que el jefe de su familia lo haya probado.

Había dos ceremonias de admisión. En Chicago se invitaba a cenar a los miembros de la cosa nostra y durante el banquete se presentaba en sociedad al nuevo miembro. En el resto de ciudades se celebraba un ritual algo más complejo, en el que se leía un juramento sobre una pistola y un cuchillo. Una vez hecho esto, el papel se quemaba para representar el alma del candidato que ardería en el infierno si quebrantaba el juramento que había prestado. Posteriormente se sacaban dedos. Se contaban y al que le tocaba la china actuaba de “padrino” del nuevo miembro. Se practicaban candidato y padrino un corte en el dedo y los juntaban para emparentarse con sangre. 

En este clip de Los Soprano se describe el ritual (en realidad no era totalmente correcto, pues si no me equivoco Tony no era jefe, sino capo, y para aceptar a alguien tenía que estar presente el jefe y sus lugartenientes).


Las ceremonias de admisión eran acontecimientos solemnes, protocolarios, graves. Sin embargo, el deseo del candidato era tal en algunos casos que si las circunstancias disponían lo contrario no había problema en relajar algo los ritos. Eso ocurrió en enero de 1993, cuando Mike “el calvo” Spinelli fue finalmente aceptado como miembro de la familia Luchese de Nueva York. El problema era que Mike (en la imagen) estaba en la prisión metropolitana cumpliendo 19 años por la tentativa de asesinato de la hermana de un mafioso arrepentido. Mike se llevó la alegría del mes cuando supo que el lugarteniente Anthony “tubería de gas” Casso iba a ser encerrado en su misma cárcel. Cuando coincidieron, Casso celebró una pequeña ceremonia en los servicios para introducir a Spinelli en la familia. Como no tenían ni cuchillo ni pistola, se contentaron con quemar un cacho de papel higiénico y lo tiraron al váter. Por lo que se sabe, el calvo se mostró orgulloso de aquello. Bien por él.

En ocasiones la línea entre ser admitido en la familia y ser asesinado por la familia era mucho más delgada de lo que a simple vista parece. Mencionaré dos casos en los que el candidato salió de casa pensando que iban a su ceremonia de admisión y en realidad fue a encontrarse con el matón que le dio matarile. El primero es bastante conocido pues aparece en una escena de la película “Uno de los nuestros”. Se trata de Tommy DeSimmone, de la familia Luchese. Pensaba que le iban a admitir en la familia y en realidad se lo cargaron por haber matado sin permiso a un miembro de la familia Gambino (como se ve, ser miembro tiene sus prerrogativas). El segundo caso tuvo como protagonista Louis Tuzzio (en la imagen). El bueno de Louis a sus 25 años era un asesino de la familia Bonnano que en noviembre de 1989 salió a liquidar a un traficante de droga llamado Gus Farace. Durante la refriega, Louis disparó por error al hijo de un soldado de la familia Gambino llamado Joey Sclafani. Sclafany perdió un riñón pero sobrevivió. A pesar de ello, el jefe de los Gambino John Gotti exigió que Tuzzio fuese asesinado. Los Bonnano llamaron a una reunión a Tuzzio asegurándole que le iban a hacer miembro. Cuando salió de su casa, Louis dijo a su madre que iba a ser hecho miembro o a ser asesinado. Finalmente fue asesinado. Apareció al volante de su coche, un Chevrolet Camaro, con ocho balas en la cabeza.

martes, 13 de diciembre de 2011

La zorra en el gallinero

No importa lo mucho y bien que domestiques a la zorra. Siempre que la metas en el gallinero hará una escabechina de padre y muy señor mío. Hay cosas que no cambian, y la tendencia a delinquir de los mafiosos es una de ellas.

Uno de los factores que más influyó en la caída de muchas familias mafiosas estadounidenses fue el programa de protección de testigos. Los mafiosos tenían miedo a quebrantar el código de silencio, la “omertà”, pues sabían que la venganza de las familias que recaería sobre ellos sería temible. Por eso, si el FBI pretendía que un mafioso testificase contra sus jefes  era preceptivo ofrecerle una vía de escape a tal vendetta. Esa vía de escape fue el programa de protección de testigos.

El programa estaba bajo la supervisión de los scheriff y preveía varias medidas: traslado a un lugar desconocido, emisión de nuevos documentos identificativos y número de seguridad social, búsqueda de un trabajo, construcción de un historial académico y laboral, etc. Por supuesto, del mafioso arrepentido se esperaba que renunciase de por vida a sus antiguas aficiones, como traficar con drogas, robar coches o, por qué no, asesinar. De hecho, para ser aceptado en el programa de protección de testigos, el interesado debía firmar un papel donde se describía las características del programa y las obligaciones que se le imponía al protegido. Si las incumplía, podía ser expulsado del programa.

Pero, como decía antes, cuando metes a la zorra en el gallinero no puedes evitar que se coma las gallinas. Los ejemplos de arrepentidos que una vez dentro del programa de protección de testigos volvieron a las andadas son números: Henry Hill, el mafioso de la película “Uno de los nuestros”, Sammy “Toro” Gravano o Carmine LaBruno fueron solo tres ejemplos.

LaBruno tenía guasa. Era un asociado de la familia de Buffalo que había coleccionado varias condenas por distintos delitos, incluyendo asesinato. Fue admitido en el programa de protección de testigos y trasladado a Florida, donde empezó una nueva vida. Una nueva vida no muy distinta a la antigua, pues al poco tiempo fue juzgado por intento de asesinato y robo a un hombre con el que había salido a pescar y al que disparó y dejó por muerto en medio de un lago. Todavía el tipo se estaría preguntando por qué lo detenían, si es que le habían cogido manía en Florida.

Pero lo de Gravano es aún más sangrante. Habiéndose declarado culpable de 19 asesinatos recibió una sentencia de solo 5 años (unas 13 semanas y media por muerto). Pero además salió a la calle antes de cumplir esa leve condena, fue admitido en el programa de protección de testigos y llevado a Arizona con su familia. Una vez dentro, al tipo no se le ocurrió otra cosa que montar una red de tráfico de éxtasis con ¡su mujer y su hija! Gravano llegó a vender unas 25.000 pastillas por semana, lo cual en cierto sentido explica por qué necesitaba llevarse parte del trabajo a casa. En fin, que en 2002 volvieron a meterlo en la cárcel, y seguramente no salga hasta que cumpla los 19 años de condena que le cayeron. Hoy tiene 66 años y padece la enfermedad de Graves Basedow así que no es probable que vuelva a salir en libertad.

Con todo, las horas tan bajas por las que pasa el crimen organizado en los Estados Unidos han hecho que algunos arrepentidos ni siquiera se sientan amenazados por la mafia. El ejemplo más claro es Michael Franzese, quien no solo no quiso entrar en el programa de protección de testigos sino que además anda por ahí dando conferencias y publicando libros, como un Bill Clinton cualquiera.

Os dejo al bueno de Sammy “Toro” Gravano cantando “La del Soto del Parral” en el juicio contra su antiguo jefe John Gotti.



martes, 6 de diciembre de 2011

El premio gordo de la mafia

Aprovecho que se acerca el día de la Lotería de Navidad y que he leído recientemente en el periódico esta noticia sobre dos abueletes valencianos a los que pretenden empapelar por juego, para comentar otro de los negocios legendarios de la cosa nostra: la lotería ilegal.

Como suele ser habitual, en este caso el mafioso tenía dos alternativas para sacar dinero: bien podía llevar él mismo la apuesta y embolsarse las ganancias, o bien extorsionar al delincuente que gestionaba las apuestas ilegales para que le abonase un cacho de los beneficios a cambio de “protección”.

Las loterías ilegales se venían realizando en los Estados Unidos desde principios del siglo XX. Eran bastante populares entre los inmigrantes italianos y a pesar de estar fuera de la ley no generaban rechazo social y por consiguiente no eran muy perseguidas por las autoridades. Por tal razón fueron realizadas por muchas familias, como los Bonnano y los Genovese. El negocio era sencillo. El corredor de apuestas aceptaba apuestas por un número, por ejemplo entre el 000 y el 999. Luego se sacaba el número ganador y se pagaba el premio. El corredor se quedaba con el resto de apuestas perdedoras.

El corredor, si lo hacía bien, podía ganar mucho dinero. Supongamos que cada apuesta es 1 dólar, y si pagan 600 dólares al ganador por dólar apostado. Si había una semana 1.000 apuestas y el número ganador solo se había jugado 1 vez entonces se pagaba al ganador el premio de 600 dólares y el corredor se quedaba con los otros 400. ¿Qué pasaba si un número determinado se jugaba muchas veces? Ese caso era peligroso para el corredor, pues si resultaba ganador ese número el premio podía arruinar al corredor. Para evitarlo, el corredor, a su vez, jugaba ese mismo número con otro corredor, de manera que si salía ganador el corredor cobraba su premio y con ese dinero pagaba a sus ganadores. Si se hacía bien, el corredor podía ganar mucha pasta con un riesgo muy  bajo.

La pervivencia de las loterías ilegales no hubiese sido posible sin la colaboración de los policías y políticos corruptos. En 1999 el sheriff del condado de Mahoning Phil Chance fue condenado a 5 años de prisión por colaborar con la mafia de Pittsburgh y su representante, Lenny Strollo, en las apuestas ilegales que realizaban en Ohio.

¿Por qué se jugaba tanto a este tipo de loterías? Lógicamente, hasta la legalización del juego en los años 30, la lotería ilegal era jugada porque había pocas alternativas. Pero, una vez legalizado el juego, ¿por qué la gente seguía apostando a la lotería ilegal? Había varias razones. Para empezar, al contrario de lo que ocurre con el juego legal, el corredor de loterías ilegales te dejaba apostar a crédito. Esto es muy importante, pues a los ludópatas irredentos les permitía seguir con el vicio sin importar su pasajera fortuna. Pagar las deudas era otro cantar. Además los corredores ilegales permitían apuestas muy pequeñas y en sus juegos las opciones de ganar eran mayores que en el caso de las apuestas legales.

La lotería ilegal es un negocio tan lucrativo que ha conseguido pervivir hasta nuestros días. Así por ejemplo en 1996 fueron detenidos en Detroit Jack Tocco (en la imagen) y otros 16 capos en lo que se consideró el mayor ataque contra la cosa nostra en la “ciudad del motor”. La lista de acusaciones era inmensa: usura, extorsión, obstrucción a la justicia, soborno a jurados, evasión de impuestos… y lotería ilegal.

Y es que las cosas que funcionan no hay que cambiarlas.